Pleno centro de Madrid un domingo de diciembre. La gente curiosea en
las tiendas de la capital, con las puertas abiertas de par en par. En la calle
hace frio, mucho frio. Tanto que se te mete en los huesos si no vas bien
abrigado. Una buena chaqueta, un par de guantes y el conjunto de bufanda y
gorrito a juego es más que suficiente. Miles de personas disfrutan de los
colores navideños, de los escaparates y de las funciones callejeras que
amenizan el gélido paseo.
Los corrillos alrededor de los artistas son normales, pero hay, entre
la multitud, uno que llama la atención. Sólo hay que ver las caras que rodean
la escena. No es ningún artista. Tras toda esa gente que mira atónita
hay un joven. Está sentado, apoyado sobre la pared. Llora de manera
desconsolada. Suplica ayuda en voz baja. Está sufriendo, y lo hace porque no
tiene nada que llevarse a la boca, y tampoco nada con lo que abrigarse de este
frio atroz.
Es un ser humano, como tú o como yo, que padece las penurias de una
crisis que no ha provocado. Sus gestos silencian un grito que debería sonar a
viva voz. Él es uno, pero son cientos, miles, millones de personas las que
sufren en silencio. Antes sufrían allí, donde los ojos no querían ver y el
corazón no sentía; ahora lo hacen aquí, muy cerca, entre nosotros.
La miseria de aquellos exóticos países que nos enseñaban por
televisión no nos queda tan lejana. Está a pie de calle y es responsabilidad de
todos superarla. La sociedad civil no es culpable de lo que nos ha tocado
vivir, pero es responsable si no hace nada para arreglarlo. Ya no cabe guardar
silencio porque quizás, cuando levantemos la voz, nos encontremos solos. Será
demasiado tarde entonces, como lo fue para Martin Niemoller. Pastor luterano, no
protestó por lo que pasaba en Alemania. A él y a su Iglesia no les afectaba.
Pero cuando fueron los nazis a buscarle, no había nadie más que pudiera protestar.
Es hora de soltar las bolsas
repletas de regalos y remangarse. Es tiempo de esperanza y de ilusión pero hay
que ponerse manos a la obra. Es ahora el momento, cuando las vacas flacas
asoman y nos enseñan que no todo era tan bonito como nos habían pintado y que
la corrupción es un mal endémico.
Enorgullece presenciar como la ciudadanía se volcaba para ayudar a ese
joven. Un caldo caliente, para que entrase en calor. Una chaqueta y un par de
guantes, para estar más abrigado. La complicidad de intercambiar unas palabras,
de preguntarle qué le ocurría y por qué. De escucharle y de sentirse escuchado.
“Un trabajo, un empleo”, era la única demanda del anónimo protagonista.
Él y otros tantos millones de personas no pueden trabajar en España. Es
el drama de la economía, que sólo habla de cifras, sin entender que tras ellas
hay personas. El desempleo es la clave de bóveda. Debería ser atajado de una
punta a otra de Europa. La banca es rescatada con dinero público, mientras que
los ciudadanos caen por la borda de un barco a la deriva. De nada sirve tener unos
bancos solventes que vuelvan a conceder créditos si la gente no tiene dinero
para pedirlos.
En el ojo del huracán de los mercados está el sector público, que en
España apenas acumula una cuarta parte del total de la deuda. Poco, comparado
con lo que debe el alemán, pero hay que recortar. Parches con forma de
hospitales, colegios y universidades. “Hay dos formas de conquistar y
esclavizar a una nación, una es con la espada y otra con la deuda”, decía hace un
par de siglos John Adams, padre fundador de los Estados Unidos. Dicho y hecho.
A los mercados no les importa por quién doblan las campanas.
Un poema del inglés John Donne fue la inspiración de Hemingway para elaborar
una de las más bellas novelas de la historia de la literatura y también lo es
de este artículo, con idéntico nombre. “Nadie es una isla, completo en sí
mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el
mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera
un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de
cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por
consiguiente nunca hagas preguntar por quien doblan las campanas: doblan por
ti”.
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