Pleno centro de Madrid un domingo de diciembre. La gente curiosea en
las tiendas de la capital, con las puertas abiertas de par en par. En la calle
hace frio, mucho frio. Tanto que se te mete en los huesos si no vas bien
abrigado. Una buena chaqueta, un par de guantes y el conjunto de bufanda y
gorrito a juego es más que suficiente. Miles de personas disfrutan de los
colores navideños, de los escaparates y de las funciones callejeras que
amenizan el gélido paseo.
Los corrillos alrededor de los artistas son normales, pero hay, entre
la multitud, uno que llama la atención. Sólo hay que ver las caras que rodean
la escena. No es ningún artista. Tras toda esa gente que mira atónita
hay un joven. Está sentado, apoyado sobre la pared. Llora de manera
desconsolada. Suplica ayuda en voz baja. Está sufriendo, y lo hace porque no
tiene nada que llevarse a la boca, y tampoco nada con lo que abrigarse de este
frio atroz.