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martes, 8 de febrero de 2011

Las revoluciones del siglo XXI

Los países del norte de África asisten a las primeras revoluciones democráticas del siglo. Internet y las redes sociales han sido el nexo de unión de los manifestantes. Estados Unidos y la Unión Europea, autoproclamados defensores de los derechos humanos, se han mostrado reticentes a la hora de apoyar las insurrecciones. Temen revueltas como la que derrocó al Shah de Persia en 1978 e instauró la República Islámica de Irán, de actual corte fundamentalista y antisionista. Las oligarquías que dominan el Magreb y el Mashreq han sido un obstáculo frente al islamismo radical. Gracias a ello han ganado el favor de las potencias occidentales y, en consecuencia, la supervivencia en el poder.
El detonante de la revolución tuvo origen en diciembre. Mohamed Bouazizi, comerciante de la ciudad tunecina de Sidi Bouzid, se suicidó tras quemarse en público aquejado de la mala situación económica y la represión policial. En particular este suceso, y las malas condiciones de vida a modo general, motivaron las manifestaciones de miles de personas en las calles de Túnez. Es la llamada Revolución de los Jazmines. En un inicio represora, la policía se sumó a las protestas contra el presidente de la República, Zine El Abidine Ben Ali. El mandatario asumió el cargo en 1987, tras derrocar al anterior presidente mediante un golpe de Estado. Los incidentes, que parecían revueltas callejeras, han derivado en autenticas revoluciones sociales transnacionales, gracias a la difusión en Internet y en las redes sociales.
El día que cayó el Gobierno de Túnez, el ministro de Exteriores de Egipto, Ahmad Abul Gheit, aseguró que la posibilidad de que eso se produjese en su país era “sencillamente absurda”. Parece que se equivocaba. La situación política en Egipto no ha cambiado desde 1981, cuando Hosni Mubarak juró el cargo de Presidente de la República tras el asesinato de su predecesor, Anuar El- Sadat. La relación de equilibrio que ha mantenido con sus vecinos musulmanes y el Estado de Israel ha sido su carta de presentación en el ámbito internacional. Gracias a esta política de mediación se ha ganado el beneplácito de las grandes potencias mundiales. La lucha contra el fundamentalismo islámico ha sido una de sus premisas desde que accedió a la presidencia. En Egipto, esta corriente viene representada por los Hermanos Musulmanes, que se oponen a la violencia física. No están reconocidos de manera legal, pero sí son tolerados. Motivos como su intención sucesoria, además de la continua violación de los derechos humanos, ejemplificada por la represión policial contra los manifestantes civiles en las calles de Egipto, no han hecho más que encender la mecha.
De nada ha servido el intento de diálogo con el resto de partidos y el cambio de gabinete. Su maniobra para cortar el acceso a Internet mediante presiones a los principales proveedores del país, además de la restricción de la telefonía móvil, no ha dado resultado. “En 24 horas hemos perdido el 97% del tráfico de Internet egipcio", afirmaba Julien Coulon, fundador de Cedexis, empresa encargada de controlar el intercambio de información en la red. Era tarde para Mubarak: su suerte estaba echada.
La rápida sucesión de acontecimientos no parece terminar en Egipto. En Yemen, el Estado más pobre de la zona árabe, ya se han producido manifestaciones para exigir el fin del régimen de su presidente, Alí Abdalá Saleh. En naciones como Mauritania, Argelia, Libia, Jordania, Siria, Omán y Arabia Saudita comi
 enzan a resonar los ecos de la revolución. Sus gobiernos niegan ser otra pieza del dominó, pero contemplan
 nerviosos la fuerza del cambio que se aproxima. Marruecos no se queda atrás. Basada en una monarquía en teoría constitucional, Mohamed VI reina y también gobierna.
El nuevo siglo necesitaba de una revolución política en favor de la justicia social y en contra del autoritarismo político. Un cambio que ha llegado de la mano de Internet. Las naciones occidentales deberían valor
 ar su actitud en los futuros procesos de apertura democrática. Un apoyo incondicional a las democracias en el norte de África les reportará valiosos aliados en la región. De lo contrario, supondrá el ascenso del fundamentalismo, como sucedió en Irán, sólo que con las costas marroquíes a 12 kilómetros de las españolas. Respaldar a los pueblos africanos será beneficioso para ambas partes: sus habitantes podrán gozar de la libertad ansiada y la sombra del extremismo islámico no acechará a los nuestros.

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